Travesía en el Laberinto
- Grítalo
- 8 may
- 5 Min. de lectura
Ariel The Dungeon Master

El día que Ricsen entró a la ciudad logró capturar el disco corrupto, pero, al portar el disco de Ocultum, las mentes a su alrededor se distorsionaban. Aún no lo había sellado, y el artefacto oscuro vibraba dentro de su morral de cuero como una criatura viva. Su sonido era más que música: era una geometría corrupta que se filtraba por rendijas de la realidad. Necesitaba esperar hasta que se sellara por completo.
Esa noche, las calles se llenaron de sueños compartidos. Gente durmiente gritaba al unísono nombres antiguos; los vitrales de los templos temblaban sin viento, y un coro de perros comenzó a ladrar en do sostenido. Los arcanistas del consejo detectaron distorsiones temporales menores: una tormenta que duró tres segundos, lluvias de ceniza, relojes que sangraban vapor.
Solo entonces Ricsen comprendió: tenía que buscar la forma de que se sellara más rápido, antes de que infectara todo.
En una cripta en ruinas bajo el mercado central, Ricsen preparó el ritual. El disco fue colocado sobre una losa de obsidiana. Cinco runas de contención, talladas en hueso de basilisco, lo rodearon. El mago recitó palabras en voz invertida mientras el disco chillaba, gimiendo como si tuviera alma.
Cuando el sello se cerró, la ciudad respiró. El disco quedó suspendido en mercurio arcano, encapsulado dentro de un cilindro sellado con tres glifos: Silencio, Fractura y Límite.
Y solo entonces se dirigió al Rey Kobold.
La taberna subterránea era un santuario para renegados: techos bajos, paredes talladas a mano y un aire espeso, lleno de adornos flotantes y frascos con especias raras, famosas por dar sabor a la cerveza. Garret’z, un kobold azulado, dueño del lugar, les lanzó una mirada condescendiente al verlo entrar.
En una esquina, sobre un banco tallado en forma de jabalí, estaba Borgrin Martillo Pétreo, viejo amigo de Ricsen. Vestía una armadura de placas rotas y desgastadas. Sus ojos, de color ceniza, miraban con resignación. El enano bebía de un cuerno de hueso y comía pavo.
—Ricsen Arcane —dijo, con una voz que parecía sacada de un barranco—. Sabía que vendrías.
—Capturé el disco, pero casi me cuesta el alma, Borgrin.
Borgrin rió.
—Lo que has atrapado es solo un fragmento del pentagrama. Ahora escucha: el siguiente disco está en el Laberinto Nativo. Debes ir allí, a las catacumbas, pasando la gran muralla. Pero no vas a ir solo por curiosidad, ¿entiendes?
El enano sacó un viejo mapa con sangre seca en los bordes.
—Los Electric Wizard se han movido. Supongo que ya lo sabes. Su líder, el Brujo Gris Atraxis, ha estado infiltrando consejos de gremios, círculos de alquimistas... incluso sindicatos. Cada vez gana más influencia. Pero eso no es todo.
Hace años, robaron un libro sagrado de mi clan: Historias del Núcleo de Runas. Contiene secretos familiares, antiguos cantos de fundición de metal y magia enana. Quiero que lo encuentres. Por favor, amigo. Confío en ti. Ya sabes... por los viejos tiempos. Aparte, me debes una, ¿recuerdas? Fui yo quien te salvó la vida —jajaja—. —Mueve la mano, agradeciendo al mesero por las dos bebidas—. Lo último que supe es que los sectarios Electric Wizards lo usan como partitura para manipular los discos.
—¿Y por qué debo ir al Laberinto Nativo? Está un poco alejado de la muralla.
—Porque Atraxis y su grupo han sido vistos cerca de ese lugar. Y muy seguido. Me temo que el segundo disco debe estar oculto allí. Pero ojo: no está solo. Cuídate. Las guardianas del laberinto son las Brujas Verdes, hijas del limo, creadas de lágrimas de musgo y odio antiguo. Vienen del pantano Cruptido, al norte de la muralla. Prepárate.
Ricsen, al salir de la taberna, se dirigió a un callejón. Sacó de su bolso de cuero unas piedras azules, recitó un conjuro de tránsito profundo y llegó a la entrada secreta del Laberinto. Al llegar, se encontró con un acertijo inscrito en idioma élfico:
“Donde el eco de los vivos no llega, la piedra cantará al oído del vacío.”
Al recitar sus palabras, fue tragado por la tierra. El Laberinto Nativo lo recibió con un zumbido, como de raíces hablando.
Allí, los pasajes se movían, cambiaban, se enroscaban como serpientes dormidas. Pero gracias a su lente de adivinación, observó que el laberinto tenía seis puntos fijos:
El Reloj de Raíces: un árbol seco, con venas de cristal, latía como un corazón en el centro de la sala. Cada latido movía pasajes. Criaturas con forma de raíces custodiaban el lugar. Ricsen, tras acabar con ellas, comprendió que el movimiento de las paredes del laberinto respondía al gran árbol retorcido. Afinó su pulso con él y aprendió a predecir los ciclos del laberinto.
El Lago Estático: Ricsen observó un agua negra. Cuando lograba ver su reflejo, la superficie distorsionaba la realidad y mostraba visiones del futuro. Al mirarla, vio su rostro lleno de grietas y un disco clavado en su pecho. Este tipo de magia —la adivinación— le era familiar. Sacó su daga, le agregó un polvo plateado y susurró un conjuro vocal y somático. Se cortó la mano y lanzó una gota de sangre al lago. Este le mostró el camino, abriendo una línea en la superficie.
La Cámara del Vómito Verde: un nido de Brujas Verdes esperaba a Ricsen. Advertido por Borgrin, sabía que estas criaturas generaban ilusiones y distorsionaban la percepción de la realidad. Deformes, con cráneos visibles, ojos múltiples y risas ahogadas, usaban magia druídica mezclada con ritos del abismo. Ricsen las purgó con fuego mental y orbes de sonido puro. La cámara ardió.
Los Peldaños de Hueso: escaleras que subían y bajaban al mismo tiempo. Ricsen analizó la estructura frente a él, caminó hacia atrás, con los ojos cerrados, siguiendo un canto en su mente. Recordando el pulso del árbol, llegó a una puerta cubierta de enredaderas. Al entrar, fue transportado al quinto punto.
El Refugio del Eco: una sala donde las palabras regresaban con nuevas voces. Ricsen se enfrentó a sus errores, fracasos y traiciones. Solo al perdonarse a sí mismo pudo avanzar. El recuerdo de cómo perdió a su mejor amigo volvía una y otra vez, culpándolo por su decisión. Pero sabía que era un efecto del propio laberinto.
La Capilla Verde: el Disco del Laberinto Nativo flotaba entre raíces colosales, sobre un altar consagrado a un dios antiguo. No era circular, sino espiralado, con surcos que parecían caminos. Estaba cubierto de musgo que susurraba melodías.
Al acercarse, apareció el culto. Seis miembros, liderados por Atraxis, el Brujo Gris. Sus instrumentos eran deformes: una batería con piel humana tensa, bajos de hueso negro, micrófonos hechos con cráneos.
Comenzaron a tocar. No era música, sino corrupción hecha sonido.
Ricsen trazó un círculo de contención, pero fue roto por una disonancia brutal. Las notas provocaban ilusiones: un incendio eterno, su madre muriendo, un mundo devorado por aboleths.
Pero el mago respondió: usó su báculo para crear una esfera gigante de fuego y, desde un pequeño cofre, liberó la esencia de un cometa que había encontrado en una aventura pasada. Esta invocación generó un pulso que comenzó a derrumbar la sala. Solo Atraxis resistió.
En el combate final, Ricsen lo selló en una ilusión temporal: una jaula donde el brujo toca eternamente para nadie.
El disco fue atrapado con una fórmula nueva: una red de aire y óxido de litio que contenía el ritmo. Pero al tocarlo, se activó la melodía interna.
Ricsen cayó al suelo. Su mente fue transportada a un plano psicodélico: un desierto líquido, un cielo lleno de bocas y una figura que era él, pero anciano y desfigurado.
—¿Qué estás buscando realmente, Ricsen? ¿Redención o poder?
En esa visión, luchó contra su propia sombra, una forma compuesta por todos sus miedos. Al vencerla, despertó.
El disco ahora dormía. Y fue encapsulado.
Ya sin fuerzas, Ricsen se apoyó en una pared del laberinto y encontró un glifo oculto, tallado en piedra lunar. Lo leyó:
“La salida no es huida. El que completa el círculo debe romperlo para avanzar.”
Al recitarlo, fue envuelto por una espiral de luz negra.
Cuando la luz desapareció, Ricsen se halló en un bosque de árboles púrpura, bajo un cielo sin estrellas, frente a un templo de piedra flotante.
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